MIGUEL ÁNGEL BARÓN
“Mi fe me dice que Dios ama a cada uno porque ve en ellos algo bello y amable; intento ver lo que hay de bello en el que está frente a mí, destrozado por el alcohol, la droga, el juego”, decía Pedro Meca, villavés también llamado el ‘Capellán de los Vagabundos de París’. Navarro, dominico, hasta los 79 años ha pateado las calles de la Ciudad de la Luz. Nació pobre. Al año perdió a su padre y más tarde su madre se vio obligada a abandonarlo. Lo recogieron, con siete años, Pedro y Petra -“la mamá”-, un matrimonio muy necesitado que vivían de la caridad. ‘Vengar la infancia’ fue el leitmotiv de su vida.
A los 17 años marchó a Francia en busca de su madre, para preguntarle ¿por qué?, y a los 21 años entró en la Orden de Predicadores. A los 40 trabajó en Le Cloître, el bar-discoteca del abbé Piérre, ejerciendo de trabajador social y camarero, y en 1992 fundó La Moquette, un espacio de encuentro nocturno, sede de la asociación ‘Compagnons de la Nuit’, un espacio abierto a todos, sin límites de edad y sin distinción social. Además, impulsó el Autobús de Mujeres, la Asociación de los Muertos de la Calle, el Movimiento de la Basura Solidaria, InterLibros Solidaridad Francia y presidía Navarra Siempre, nuestro hogar navarro allí.
Detrás de todo esto está el hombre, el sacerdote de Jesucristo: “La Religión te acomoda; la Fe te cuestiona y te fortalece”, decía. El miércoles, día 18, Le Monde publicaba las palabras del prior del convento dominico de Saint-Jacques: “El hermano Pedro nos ha dejado. Que el Señor le dé la bienvenida a su lado, que dedicó toda su energía y todo su entusiasmo para servir a los pobres, como compañero de la noche para los que no tenían nada: un mendicante”.
Lo encontré en París y comimos. En aquella pequeña mesa, sentía su fuerza y su vitalidad. Atravesamos el Distrito 6 hasta llegar al convento de la rue Notre Dame des Champs. Me contó la historia de su madre. Miró al cielo, suspiró y me dijo: “¡Cómo me gusta esta ciudad! Cada día más, no pienso irme”. Tras un encuentro y cena con navarros, desapareció. Lo encontré en los muelles del Sena, cerca de Saint-Michael. Pedro vivía la mitad de su tiempo con la gente, en la calle, y la otra mitad contando a los otros en dónde vive. Camino de Châtelet, me dijo que una necesidad de siempre es tener un sitio donde retirarte, un lugar para tu intimidad, un espacio donde te encuentres a ti mismo. Aquellos, quizá atormentados, que escupía la boca de metro de Châtelet-Les Halles, a los que abría su alma en las noches interminables, le querían. “Todo hombre es útil pero hacemos a mucha gente inútil, hay riquezas humanas que se desperdician y se tiran. Se trata de soñar –dijo-, para despertar, echarle narices al asunto y realizar los sueños. ¿De qué vas a vivir? Siempre soñé en cambiar el mundo y sigo trabajando en ese sueño”.
En apenas tres meses le entregamos el premio de los periodistas por ser embajador de la Comunidad fuera de nuestras fronteras, Pedro de Navarra en París. Un galardón muy merecido. Más tarde nos reencontramos en San Fermín, un día completo también.
Hace dos meses me informó José Mari Oliver -el ablitense que comanda a los navarros en París, su “hermano del alma”- de que “nuestro amigo está muy delicado… no ha podido oficiar la misa de San Francisco Javier”. Eso pintaba muy mal. Tras esa llamada supe que los días estaban numerados, que tal vez no nos volveríamos a abrazar sin celebrar nada, ni a quedar para perdernos juntos. Telefoneé a su casa y me atendió Kela, quien lo cuidó estos días con mucho cariño. Ya no hablamos más, aunque sí enviaba emails. Los más cariñosos para su familia. “Que la alegría por lo vivido sea mayor que la pena que podáis sentir; os quiero mucho a todos”, les escribía. Pidió al Señor que le mantuviera con fuerzas, al menos, hasta la cena de Navidad en la que junto con 120 voluntarios –y patrocinio- invita a la mesa a cerca de 500 vagabundos en el Musée des Artes Forains, en Les Pavillons de Bercy, una inmensa fábrica antigua del siglo pasado convertida en un fascinante museo de atracciones. Llegó con las fuerzas justas.
En los últimos momentos Pedro se sintió muy rodeado de sus hombres de la calle, de los amigos, de los familiares. La alcaldesa de París, Ana Hidalgo, le visito en su domicilio hace pocos días. Hablaron durante más de una hora y se despidieron en un largo abrazo, mientras le decía: “Pedro, no nos dejes; te necesitamos”.
Siempre estuvo enamorado del mundo y de la gente. Su pasión fue la fraternidad y que la gente se quisiera, que hubiera más amistad, más ternura. Los suyos saben que el hogar está en donde está el corazón… pero “lo que mata no es el frío sino la calle”, decía.
Ha sido un hombre bueno, que no un buen hombre, que la categoría es bien distinta; por eso pienso que Dios no se ha atrevido a juzgarlo sino que directamente lo ha condenado al mejor rincón del cielo. En el libro que me regaló un 9 de noviembre en París -editado con pensamientos escritos por vagabundos y titulado ‘Viens chez moi, j’habite dehors’ (Ven a mi casa, habito fuera)-, Pedro escribió en la dedicatoria: “Miguel Ángel, “dehors” es el sitio donde más se aprecia la amistad; ahí nos encontraremos”. Pues eso, te buscaré ‘dehors’, en las calles… porque estoy seguro de que te has quedado por alguna parte, amigo enorme. En Montparnasse solo están tus restos.